«Junté el valor» repasaba en su cabeza una y otra vez.
«Pero, ¿cuál es el tipo de valor que uno requiere para romperle el corazón a alguien? ¿Será el mismo valor que se requiere para empuñar un arma y disparar? En especial, cuando la persona a la que encañonas no te hecho nada. Nada malicioso, nada desde la premeditación, desde las ganas de herir. ¿Siquiera se le podría llamar valor a eso?».
Después de pensar en esto por unos minutos, René tomó un profundo aliento y dejó caer sus brazos con fuerza hasta que pegaron con el costado de su cuerpo. Casi como un reflejo, en ese mismo instante relajó todos los músculos de su cuello, haciendo que se juntaran barbilla y pecho de golpe. Se mantuvo así por unos segundos para, después, tomar una gran bocanada de aire, como si al aspirar quisiera absorber algo que se encontraba suspendido en la atmósfera. Al exhalar, levantó lentamente la cabeza. «Necesito un trago», pensó.
Había sido una semana difícil pues, estaba en época de exámenes finales. Y, como cualquier estudiante que se preocupa por sus notas debe saber, era una época de alto estrés. El martes por la noche, quedé con algunos de mis compañeros en vernos para estudiar. El final de economía sería excepcional: el profesor había decidido ponerse creativo y optó por hacer un final en equipos. Dividió a los integrantes de su clase en 3 grupos y nos dio las siguientes indicaciones:
«Les voy a entregar un tema a cada equipo, una doctrina económica. Cada equipo deberá estudiarla. El miércoles, durante la clase, cada uno de los tres equipos deberá debatir, entre ellos, los pros y contras de la doctrina que les corresponde. Es decir, la mitad del equipo tendrá que enfocarse en los aspectos positivos, mientras que la otra mitad hará lo propio con los negativos. Al final del debate, el lado ganador podrá obtener una calificación entre el 8 y el 10, mientras que el perdedor, aspirará a una de entre el 5 y el 7».
Con la presión encima de nosotros, mi equipo se reunió ese martes por la noche para afinar detalles. Nos habían asignado la Economía Clásica. Afortunadamente, todos éramos estudiantes regulares que estaban familiarizados con el tema. Por esta razón, la consigna de la noche era sentar parámetros para que ninguno de los dos bandos quedara demasiado bien o demasiado mal. Nos encontramos en la casa de uno de los chicos, del cual no recuerdo su nombre, a las seis y media. Planeábamos estar ahí hasta las nueve o diez, aunque todos sabíamos que no podríamos dejar aquella casa sin sentirnos seguros del resultado que íbamos a obtener. Sobra decir que era la primera vez que iba a casa de ese compañero y, por la cara de los demás miembros del equipo, no fui el único sorprendido. Por fuera, la casa se veía bastante normal, en medio de uno de los barrios tradicionales de la clase media en mi ciudad. Nada fuera de lo común. Sin embargo, una vez que se ponía un pie dentro, uno notaba una decoración muy elegante; para nada se comparaba con la imagen que aquel chico proyectaba.
El recibidor estaba alumbrado con una luz cálida, las paredes las cubría un papel tapiz que combinaba el color salmón con una tonalidad crema, en franjas de igual tamaño. Ahí, nos recibió su madre y nos guio al comedor; definitivamente el cuarto más impresionante de la casa. Era un espacio amplio, donde cabía perfectamente una mesa con lugar para ocho comensales, así como un mueble donde se guardaba la vajilla. Las paredes eran de un color café intenso, como el del grano (sí, el grano del café) cuando se ha tostado a la perfección. En el espacio donde la pared se une al techo, se encontraban unas molduras con curvas y formas suaves, algunos destellos de pintura color dorado hacían resaltar detalles, pero sin llegar a ser exagerado. Años después aprendí que a ese estilo le llamaban «neobarroco».
Su madre, de manera muy cordial y cariñosa, nos pidió tomar asiento y nos indicó que en un momento nos traerían algo de comer, para que «tuviéramos las fuerzas necesarias para el estudio». Decidí esperar a que trajeran las cosas y, en caso de que no hubiera algo que yo pudiera comer, solo sonreiría de manera cortés y no diría nada. A los pocos minutos, llegaron varias charolas, tazones y platos con comida. Simplemente di una mirada rápida y al ver que había un plato con zanahorias y apios me sentí aliviado.
Poco a poco, llegaron los demás compañeros hasta que al comedor le hicieron falta sillas y la mesa se inundó con libros. Comenzamos a trabajar cuando todos estuvieron presentes. Primero, definimos temas a tocar, las posibles respuestas y el tono de las mismas. Todo mundo tomaba apuntes y trataba de aportar algo; aunque a veces solo se aportaba a la confusión. En algún momento me logré apoderar de la bandeja que contenía la zanahoria y el apio a la que, por cierto, nadie había hecho caso hasta ese momento. Entre la acalorada plática y tomar apuntes, devoré casi la mitad del contenido de la bandeja. En este proceso se nos fueron dos horas. Al darme cuenta que eran las nueve, propuse tomar un descanso y los demás accedieron, pues todos estábamos un poco empantanados.
Aproveché el descanso para tomar aire y avisar en casa que tardaría más de lo planeado. Estaba a punto de entrar de nuevo al comedor, cuando pensé que tal vez sería buena idea hablar con mi entonces novia. Asegurarle que nada pasaba y que seguiría en casa de aquel chico por un buen rato más. En el preciso instante que contestó el teléfono sentí un alivio. Como una roncha que llevas mucho tiempo rascando y a la que, de pronto, le aplicas una compresa fría. Pero, al transcurrir de los minutos, me empecé a sentir incómodo. Simple y sencillamente, me parecía monótono el tono de su voz, las cosas que decía, preguntaba lo mismo que había estado preguntando los últimos meses. Recuerdo claramente que mi mente dejó la conversación por unos minutos para irse a los libros y apuntes del examen final; seguía contestando como por reflejo y, aún así, no había ningún peligro de equivocarme. Era una rutina que tenía bastante dominada. Al cabo de cierto tiempo, corté la conversación, alegando que tenía que me esperaban para reanudar el estudio.
Regresé al comedor y me di cuenta que mi lugar en aquella mesa ya estaba tomado. Recogí mis libros y me acomodé en el único asiento vacío que quedaba. «Al menos tengo zanahorias», pensé, mientras me arrimaba el tazón. En seguida traté de integrarme a la conversación. Parecía que no estaban de acuerdo en cuál de los dos bandos tendría más posibilidad de ganar para hacer que el contrario moderara su discurso.
No lo pude evitar. Después de quince minutos de intentar intervenir, conciliar o dialogar, me di por vencido y mi cabeza, de nuevo, se fue a otro lado. Comencé a pensar en mi relación, como las cosas tal vez no eran como quería, tal vez no eran perfectas, pero… ¿Tal vez así son las relaciones? Tal vez, después de tener un largo periodo de pasión, de anhelos frenéticos por sentir el roce de nuestras pieles, las cosas se calman. Y se acaba esa pasión y comienza algo distinto. Tal vez. Tal vez así es el amor cuando uno va creciendo. El amor maduro. Ese que prefiere llamar a las dos de la mañana porque comenzó una tormenta y quiere asegurarse de que todo esté bien, en vez de llamar a las dos de la mañana porque necesita un beso más para poder continuar respirando.
Por el contrario, quizás todos esos sentimientos estén profundamente mal. Quizás es negativa esa necesidad de estar juntos. Quizás el soñar con el sabor de su saliva esté mal; quizás ansiar que me pusiera la piel chinita al hablarme al oído esté mal. Quizás el origen de todas esas cosas, las que sentimos en un principio, venía de una raíz podrida, que chupa los nutrientes de un suelo que está envenenado. Quizás éramos un árbol enfermo cuyas torcidas ramas fueron creciendo con el tiempo hasta que un día pudieron alcanzar la luz del sol. Quizás fue esa luz la que las hizo recobrar la salud. Puede ser que ese sol fueran la rutina, la familia; su rutina, su familia. Y eso estaba bien, nos estaba ayudando a ser mejores.
Mientras yo pensaba eso y un millar de cosas más, la mesa se puso de acuerdo. Mi lado del debate debería ganar. Nos entregaron a todos una copia de las ideas centrales y posibles réplicas. Mientras leía la hoja que me habían entregado, una de las chicas en mi equipo me tomó del brazo y gritó mi nombre. La miré sorprendido. Ella me sostenía por el codo, con mi brazo estirado sobre los papeles y mi mano dentro del tazón. Dijo «Pensé que tú no comías eso» mientras aflojaba el agarre. «Claro que sí como zanahorias…» respondí, mientras sacaba mi mano del tazón y la quitaba de entre la suya. Se hizo un silencio cuando me di cuenta de que el contenido de aquel tazón no eran zanahorias, sino una botana de maíz frito, con sabor a queso, de color naranja y forma muy parecida a las baby carrots.
En seguida palidecí. Había estado comiendo eso en vez de zanahorias, al menos desde que regresé y me cambié de lugar. No sé cómo no me di cuenta. Debí de haber comido al menos una docena de esas cosas y estaba seguro de que estaban atiborradas de gluten. Lo único que me faltaba para empeorar el examen era eso: Una diarrea tremenda, ocasionada por mi sensibilidad al gluten. Pero, existía la posibilidad de que mi sistema lo procesara lento y las consecuencias tardaran en llegar. Decidí ir en seguida a mi casa y dormir. Leería las preguntas en el camino y me comprometí a memorizar todo lo que me tocaba decir, haría un buen trabajo.
Al siguiente día llegué puntual en el salón de clases. Eso sí, nervioso porque la enfermedad no había mostrado ningún signo de presentarse. Entonces, solo pasaba por mi mente un escenario: me afectaría justo en el momento en que fuera mi intervención; ni un segundo antes, ni uno después. Mientras yo moría de nervios, el primer equipo inició su debate. Mentiría si dijera que recuerdo una sola palabra sobre lo que dijeron. Lo mismo sucedió con el segundo equipo. Yo estaba más concentrado en hablar con mi cuerpo, en convencerlo de que esto era algo importante y que no podía quedarme mal, no en este momento.
Por fin llegó nuestro turno. Pasamos al frente del salón y comenzamos. No estaba para nada ansioso por el desempeño de mis compañeros ni por lo que sucedería. Sabía que éramos un grupo de gente comprometida con el estudio y que las preparaciones del debate habían salido bien. Comenzamos y las cosas iban exactamente como lo habíamos planeado: parecía una competencia reñida, con ambos bandos peleando por lucir mejor que el otro, pero sin hacer que los contrarios se vieran mal. Llegó el momento de mi primera intervención y todo bien. Reviré con los argumentos acordados durante la reunión y que minutos antes había pronunciado el equipo contrario. Al termina, tomé una botella de agua y le di un trago pequeño para humedecer mi boca.
Me puse a repasar mentalmente el cronograma que habíamos preparado para el debate. Si no mal recordaba, solo quedaba una intervención mía y esta rondaba el final de todo el debate. Al mismo tiempo, noté que algo se movía en la periferia de mi vista. Giré la cabeza hacia el ventanal que daba vista al pasillo. Ahí estaba ella, saludando, haciendo caras. Ahora que hago memoria, no sé qué llamó más la atención de mis compañeros: su presencia, brincando, bailando y haciendo muecas, o la enorme sonrisa que se apareció en mi cara. Misma que se borró de inmediato cuando me di cuenta que el profesor la había visto y le hacía señas para que se fuera. Enseguida me sonrojé. Pensaba que su gesto podría costarle la calificación a todo mi equipo. Y todo sería mi culpa, por estar con ella, por haber sido distante en días pasados, por pensar tantas cosas que jamás le dije.
Ni siquiera había podido terminar de procesar mis pensamientos cuando lo sentí. Una bola pesada en el estómago, hinchazón e incomodidad. Había llegado el momento que estaba temiendo desde que me comí esas jodidas botanas. No quedaba nada más que hacer, esas molestias eran relativamente manejables. Solo era incomodidad y esperar a que llegara la diarrea. Esa sí sería un problema, con ella no se puede dialogar. Llega cuando quiere, te hace pasar vergüenzas, prisas, te hace sudar frío. Todos esos síntomas daban vueltas por mi cabeza, como buitres que solo esperan el momento en el que pueden devorar un cuerpo. En medio de esos pensamientos, escuchaba las voces lejanas de mis compañeros, repitiendo lo mismo que habían ensayado hasta el cansancio, se les notaba un poco en el tono que lo habían ensayado, pensé. Tal vez estaba mal y sonaban normal, tan solo era la molestia estomacal que me hacía escuchar cosas. Casi sin darme cuenta, llegó de nuevo mi turno. Mi última intervención, penúltima del debate en general.
Pude recitar las palabras casi sin pensar en ellas, mi cabeza estaba demasiado ocupada pensando en la revolución que se desataba en mi estómago. Crujidos, gruñidos y demás ruidos extraños salían de mis intestinos. Sentía que todo el salón los podía escuchar, que sonaban más fuerte que mi voz. Traté de disimular, pero estoy seguro que mi cara se pintó de un rojo intenso. Terminé de escupir apresurado las últimas palabras, seguidas de un «gracias» y tome asiento de nuevo. Ni bien toqué el asiento, sentí que el malestar se apoderaba de mí. Los ruidos aumentaban y sabía que tenía que salir corriendo. Traté de ser paciente, de esperar a que el debate terminara, pero mis entrañas gritaban mientras yo me retorcía en la silla; mi frente se llena de sudor. No pude contenerme más y salí corriendo del salón sin poder decir ni una sola palabra. Lo que sucedió en el baño es mejor no recordarlo… Basta decir que estuve ahí encerrado unos quince minutos.
Un poco más calmado, regresé al salón a paso lento. Ya no tenía ningún sentido la prisa, pues la clase habría terminado desde hace diez minutos. Doble en una esquina y me dirigí hacia el pasillo donde se encontraba el salón. A lo lejos, vi a mis compañeros de equipo, parados fuera del salón. Parecía que platicaban… Yo ni siquiera me había enterado de la calificación por salir corriendo, así que apresuré el pasó para pedirles que me contaran qué había sucedido y, de paso, ofrecerles una disculpa. Mientras me acercaba a ellos, comencé a notar que sus voces se alzaban, que comenzaban a hacer gestos exagerados con las manos. Brazos se lanzaban al aire por uno y otro lado. La escena me confundió un poco.
Cuando por fin estuve a un par de metros de ellos, pude notar que estaba discutiendo. Al preguntar qué sucedía, me dijeron que habíamos sacado 6. Respondí «seis no está mal… Aunque tampoco es el 9 que necesitamos. Yo creo que…» antes de que acabara la frase, me interrumpió una de las chicas. «Yo creo que todo fue tu culpa. Si no te hubieras salido del salón, el profesor nos hubiera dado una mejor calificación”. Las acusaciones volaban de izquierda a derecha sin que hubiera un bando definido; era todos contra todos. Algunos, incluso, comenzaron a empujarse. Alguien llegó a separarlos para, después, unirse a la discusión y ser ahora él blanco de los empujones. Yo me quedé impactado, sin entender totalmente lo que pasaba mientras contemplaba la escena. Siendo sincero, no puedo negar que poco a poco me comenzaron a contagiar su enojo. ¿Por qué nos había puesto 6? Nuestro trabajo había sido mucho mejor que el de otros equipos, dominábamos el tema y planeamos todo. Entonces, ¿de quién era la culpa?
Sentí una mano en mi hombro y escuche «Rene, ¿qué pasa?».
Al darme vuelta la vi a ella. Me miraba con esos enormes ojos que solía poner cuando no entendía las cosas (la primera vez que los vi no sabía si estaba a punto de llorar o de soltar una tremenda carcajada). Al posar mis ojos en ella, se me nubló la vista. «Fue ella, fue su culpa», pensé. Si no hubiera pospuesto mi regreso a la sesión de estudio por hablar con ella, no me hubiera distraído, ni tocado esas jodidas botanas. Hubiera estado en perfectas condiciones, sano para el debate. Y si ella no hubiera pasado frente al salón a hacer sus bailes y caras, el maestro no se hubiera molestado más con nosotros. En ese momento exploté, le dije todo eso y mucho más. Era su culpa que yo tuviera esa alergia, era su culpa que mi promedio fuera a salir más bajo de lo que esperaba. Porque ya no podía estudiar los domingos, porque tenía que estar con ella y su familia. Esa familia a la que ni siquiera estaba seguro de caerle bien. Seguro pensaban que era un melindroso, que en realidad no padecía nada de lo que decía y solo no me gustaba su comida. Era su culpa el haber roto mi rutina, obligarme a hacer cosas a las que no estaba acostumbrado. Por eso me sentía mal. Me relajé y esas fueron las consecuencias. Dejé que pasaran cosas que no debieron pasar.
Ella se fue corriendo, llorando. Yo… Simplemente me quedé ahí. Estático, sin siquiera ser capaz de pensar. Lo único que pudo sacarme de aquel estado casi catatónico, fue la voz del profesor, que casi a gritos paró la discusión de mis compañeros.
«Jóvenes»— dijo de una manera estrepitosa—«¿por qué discuten? Déjenme decirles que si es por la calificación que se sacaron, están peor de lo que yo pensaba. ¿Quieren saber por qué sacaron seis? Porque esto es lo que yo quería, un verdadero intercambio de ideas. Que se apasionaran por su tema, que lo defendieran con uñas y dientes. Pero no, todo lo que vi en el salón fue una puesta en escena, ataques que no estaban apuntados a matar, ni siquiera a herir. Sacaron seis todos porque no hubo ganadores ni perdedores. Porque afuera del salón, peleando por una derrota, demostraron más que dentro, donde debían de pelear por una calificación, por su futuro. Y así es el mundo real. Allá afuera nadie les va a regalar nada, todo lo que obtengan va a requerir una lucha. Si no pudieron entender eso de mi clase, fallamos ambos. Solo les aclaro, no les puse cinco porque al menos se notó que conocían el tema. Así que ya, dejen de pelear y váyanse a sus casas».