“¿Qué puedo presumir de mi vida de mañana, sino que será lo que no presumo, lo que no quiero, lo que me sucede desde fuera, hasta a través de mi voluntad? No tengo nada en mi pasado que recuerde con el deseo inútil de repetirlo. Nunca he sido sino un vestigio y un simulacro de mí. Mi pasado es todo cuanto no he conseguido ser. Ni las sensaciones de los momentos pasados me resultan nostálgicas”

Fernando Pessoa. “Libro del desasosiego”.

«Bueno, hoy, ¿que hacemos?” escribió Mateo en su aplicación favorita para procesar textos, al llegar a su asiento en la cafetería. A sus 29 años, se encontraba en una posición que, a todas luces, se podría considerar como inédita. A sus 29, casi 30, experimentaba una primera vez.

Se encontraba desempleado, alejado de aquello que busco desde que tenía 15 años: trabajar en el mundo editorial. Aunque él nunca lo vio como un trabajo. No, el no “trabajaba ahí” el pertenecía al mundo editorial. Gran diferencia. Comenzó a repartir solicitudes de empleo en cualquier cosa relacionada con el mundo de las letras, no bien tuvo fecha en la que recibiría su título. Casualmente, y por razones que responden más a los deseos de sus padres que a sus propios anhelos, estudió una carrera administrativa. Aún así, bastaron un par de semanas para que consiguiera su primera entrevista. Después siguió la segunda. A la tercera, le ofrecieron un puesto en una editorial pequeña. Algo afín a su carrera, capturando números, haciendo gráficas, usando hojas de cálculo y todas aquellas actividades alejadas de la creación literaria.

A Mateo no le importó mucho, pues se sentía con un pie dentro de aquel mundo que siempre soñó. Su carrera, de ahí en adelante, seguiría más o menos un curso lineal. Avanzaba constantemente dentro de su área, pues todo mundo notaba el amor que parecía tenerle a su trabajo. Cuando, en realidad, ese supuesto amor, solo eran ganas de estar más tiempo en contacto con aquel mundo. Escuchar las historias, respirar el aire, ver pasar a una chica y pensar “uff, ahí va la próxima Sontag”. Sus superiores solo podían verlo de una manera: el tipo llega temprano, se va tarde, nunca falta a ninguno de los eventos de la editorial. “Ese Mat sí tiene la camiseta puesta” era la conclusión de todos.

Pasaba el tiempo y llegaba el momento de la revisión anual, la retroalimentación. Las áreas de oportunidad eran escazas en el caso de Mateo. Sus jefes rara vez tenían queja de su desempeño lo cual llevaba a un solo camino, la inevitable pregunta sobre su futuro en la empresa. Siempre con una mezcla de sinceridad e ingenuidad, él respondía casi lo mismo. “Me gusta lo que hago, me encanta el trabajo que hacemos en la editorial, sin embargo… Lo único que cambiaria es… No sé si yo pudiera tener un puesto más cercano a los y las escritoras. No importa que sea”.

La respuesta de sus superiores, también, era siempre en el mismo tono. Prometían buscarle algo, cosa que nunca hacían, pues les interesaba conservar un trabajador de sus capacidades, con esa pasión y en el área donde mejor se desempeñaba, no estaba a discusión. Así pasaban unos meses y Mateo se cansaba, buscaba otro trabajo donde ahora sí estaría más cerca de hacer lo que siempre soñó. Y la farsa continuaba.

O mejor dicho, continuó hasta que llegó a la editorial Axolotl. Aquella era una pequeña editorial independiente, fundada por una profesora de universidad, que buscaba donde publicar un compendio de entrevistas que había realizado con internas de una institución mental durante su investigación para el doctorado, asociada con su pareja, un francés apasionado de la lengua castellana, con la firme consigna de difundir la belleza y complejidad del idioma. Juntos, fundaron la editorial con el simple objetivo de publicar sus trabajos sin lidiar con la burocracia y nepotismo de las grandes editoriales, las cuales habían recorrido incansablemente.

Coincidente con la filosofía de sus fundadores, la editorial tenía un ambiente muy jipi, relajado. Siempre preferían invertir en proyectos que les emocionaban, más allá de pensar en ganancias, tendencias del mercado o los números, para el desagrado de sus contadores.

En ese ambiente tan laxo y libre, Mateo, a quien sus compañeros ahora llamaban Mat, pudo florecer. Por primera vez, sintió  estar en contacto con esa magia del mundo literario. Y sí, para él las personas dedicadas a las letras, sin importar si eran adictas a una sustancia, dependientes de un subsidio gubernamental o simples farsantes, eran magos. Chamanes que moldeaban la realidad gracias a una visión única, a comentarios agudos, en forma de prosa o verso, poema o ensayo.

Sin planearlo demasiado y como siempre, escaló dentro del área administrativa. Hasta que, también como siempre, llegó el momento de evaluar su futuro en la empresa. Ante su petición de estar más cerca de las letras, Angelina, la fundadora, respondió “Ok, te propongo algo. Tú eres muy bueno en lo que haces. Nadie me había explicado el Libro Diario como tú. Pero tampoco te puedo cambiar a ser editor de la noche a la mañana. ¿Qué te parece si te busco algunas cosas? Puedes  ayudarle a Marco, el editor, en algunos temas. Y de ahí vas aprendiendo. No te prometo nada, tampoco te voy a mover así nada más. En cuanto a la paga, sería pagarte aparte las labores que realices con Marco, por destajo, pues. No te quiero dejar ir así, no te voy a dar lo que tú quieres, pero quiero recompensar ese amor que le tienes a esta industria”.

Letras faltaron en todo el catálogo de aquella pequeña editorial para describir la felicidad que sintió Mateo. Poco a poco se incorporó como asistente –deberíamos decir sirviente 24 horas– del personal editorial. Estudiaba hasta el menor movimiento, realizaba anotaciones constantemente, absorbía todo: mirando, escuchando, tomando notas. En los pasillos, era común escuchar de su dedicación, pero no de su pericia para el oficio propio de las letras. Dentro de sus nuevas tareas, la que más disfrutaba era transcribir audios de entrevistas. Fue, si acaso, la única labor en la que se llevó una felicitación por su labor.

El tiempo continuaba pasando igual para todos en la editorial, con días buenos y malos, con trimestres de ganancias y pérdidas. Para todos, excepto Mateo. Para él, todo era mejor, más lindo desde que vivía su sueño. Aunque tampoco era tonto, notaba como ciertos aspectos relativos a sus nuevas tareas, se le dificultaban. Incluso, sabía reconocer que las tareas de transcripción se le facilitaban porque no eran tan distintas a sus tareas administrativas. Es decir, tomar una serie de datos y capturarlos. Pero, cuando se trataba de alguna labor que necesitara de creatividad, realmente se las veía negras.

Alguna vez llegó a escuchar la plática de un par de becarios que se refirieron a él como un niño. “Es como sí… Como si tuviera cinco años y sus papás lo han llevado a la cancha del estadio olímpico a ver un partido. Es feliz, sus ojos se iluminan con el simple hecho de estar ahí. Mientras que todo el público se siente enternecido del pobre chico en silla de ruedas, soñando con ser futbolista. Todos sonríen, se enternecen, pero no sin una pizca de ironía: el chico sin piernas que sueña con correr detrás del balón y anotar goles.

Pasaron los meses y a la editorial le tocó su golpe de suerte. Un chico recién egresado llegó a proponer su proyecto. Era un documento que servía como crónica de los seis meses que se prostituyó para poder pagar sus estudios. Las gentes importantes olieron el morbo, ese eterno motor del mercado y le plantaron un contrato en la cara. A los pocos meses, se lanzó su libro y fue un éxito rotundo.

Mateo tuvo muy poco que ver, le llevó agua al chico en alguna ocasión. En otra acomodó unos cables del proyector para una presentación. Transcribió un par de archivos de audio que no fueron incluidos en la edición final del libro. A pesar de su poco aporte al proyecto, sentía que su sueño se estaba realizando. Era parte de un proyecto literario que iba a resonar en todo el mundo.

Pero, como siempre sucede, el sabor del éxito trajo consigo muchas otras cosas. Al crecer la demanda, la editorial tuvo que cambiar de proveedores, lo que desató una avalancha de cambios, algunos para bien y otros para mal. Primero algunos proveedores de insumos. Luego, aumentar el personal encargado de ventas, lo cual significó que ya no cabrían en aquel despacho, más bien mediano, que ocupaban. Como en cualquier empresa, esta inversión significó un riesgo y las personas encargadas de los número y presupuestos, entre ellos Mateo, se tuvieron que dar a la tarea de encontrar la manera de reducir riesgos, reducir costos y maximizar utilidades como nunca antes.

Mateo , siendo el profesional dedicado de siempre, encontró una solución un martes por la noche. Se llamaba Dancey-AI. Se trataba de un software revolucionario, pues combinaba las tradicionales hojas de cálculo, con propiedades de una aplicación de ERP (Enterprise Resource Planning por sus siglas en inglés), totalmente alojado en la nube y, además, con un motor de Inteligencia artificial que hacia de este una navaja suiza para toda actividad administrativa. ¿El costo? En cuanto a lo monetario, se trataba de una cuota mensual, con un modelo de suscripción, dependiendo de las features que la empresas necesitara. Pero el costo real, que muy pronto descubrió Mateo , era humano. Con este programa, se hacía redundante el trabajo de la mitad del personal administrativo, incluido él.

Después de leer reseñas, mirar videos tutoriales e investigar a fondo el programa, era claro que representaba la mejor solución. Mateo  estaba convencido de eso, sin dudarlo. Sin embargo, la idea de ser el causante de la perdida de media docena de empleos, simplemente no le sentaba bien. Abrumado, cerró su computadora y decidió consultarlo con la almohada.

Fue un placebo, postergar lo impostergable pues tenía muy claro lo que iba a pasar, lo que debía de pasar: esa rectitud y profesionalismo, que siempre fue su orgullo, no le permitiría mentir sobre el tema. Cuando le preguntaran sobre el tema, en la junta semanal, no tendría opción y les presentaría el software como lo que era, el futuro inmediato hacia donde la mayoría de las empresas migrarían. No adoptarlo en medio de una coyuntura como la que la empresa vivía, sería un error fatal. Y por supuesto que lo iban a aceptar.

Se fue a su casa, sabiendo que la próxima reunión, sería resolutoria. Que su próximo cheque, sería el último que cobraría en esa empresa. La reunión se llevó a cabo como todos los viernes. Una semana después, Mateo  ya había desocupado su escritorio. No porque se lo hubieran solicitado, sino al contrario. Él mismo se ofreció en ser el primer en recibir una liquidación. No soportaba la idea de ver desfilar a sus compañeros, uno a uno, para recibir la noticia de sus despidos.

Ahora, unas semanas después, se encontraba en el café, frente a su computadora, con sus sueños en el pasado, pisados, desechados por su propia mano. Por primera vez, sin rumbo fijo, sin sueño que perseguir. Simplemente una pantalla brillando frente a él, haciendo todas las preguntas que solo un espacio vacío puede postular.

“Bueno, hoy, ¿que hacemos?” se leía en su pantalla, cuando una voz lo interrumpió su silencio.

  • ¿Señor? Le comentaba si le molestaría cambiarse a una de las mesas en la terraza. Se me olvidó comentarle que esta área ya estaba reservada. Si usted me hace ese favor, yo con gusto le traigo una rebanada de pastel, cortesía de la casa y por tomarse la molestía.

Mateo solo asintió con la cabeza. Se movería, a pesar de no agradarle la idea. Siempre prefería el interior del café, pues era donde se sentaba toda la gente que iba a trabajar, a hacer negocios. Mientras que la terraza estaba llena de personas que iban más bien en plan social, a platicar entre amigos. “Bueno, un cambio de aire tampoco me puede sentar mal”, pensaba mientras recogía sus cosas.

Escogió una mesa pegada al cristal que dividía el exterior de la terraza, en seguida de la puerta. “Aquí es más difícil que me roben la computadora si me paro al baño… Aunque, realmente, no me quitarían mucho, solo tengo algunos intentos de cuentos en el disco duro” repasaba mentalmente mientras se instalaba.

Abrió de nuevo su computadora y escribió lo primero que se le vino a la mente:

¿Soy un espejo o una ventana?

Trataba de recordar en donde había escuchado o leído aquella frase. Tal vez era uno de esos test en línea, que te decían que tipo de personalidad tienes, si eres de afecto evitativo o ese tipo de cosas.

El pasar de una persona fue lo único que lo distrajo. Era una mujer de no más de 30 años. Cabello castaño oscuro, largo hasta la cintura, con un pequeño bolso de mano al que, seguramente, no le cabía más que un teléfono. No lucía como la típica empleada de oficina, así que debía ir en plan social: a la terraza, a esperar a alguien para poder platicar. Toda su atención se centró en pensar en aquella persona. ¿A qué se dedica? ¿Qué tipo de bebida toma? ¿Será una ventana o un espejo?

De pronto, el teléfono de la chica sonó.

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